Ay mi amor, sin ti no entiendo el despertar, -SUENA JOAN MANUEL SERRAT en mi oído- ay mi amor, sin ti mi cama es ancha, ay mi amor, que me desvela la verdad, entre tu y yo, la soledad, y un manojillo de escarcha: Soy yo, la que se detuvo, un discontinuo. La que se quedó en la palabra sin paracaídas. La que te cuenta y contándote se cuenta el instante pleno de un minuto de existencia. Soy tu libro de horas, con el único recurso de contarte, plasmarte, acariciarte, pronunciarte densamente para que empieces a existir.


Cuento-poema:
CROQUIS PARA APRENDER A VIAJAR SIN PARACAÍDAS:

....SOLO UNE...

Se repetía: nunquam se plus agere quam nihil cum ageret, nunquam minus solum esse quam cum solus esset. Caminaba escaleras arriba para bajarlas nuevamente como Sísifo sin la moneda, con su olor a agua-ardiente y su sonrisa noctámbula. Por qué nada sucede en esta ciudad. Por qué nada se mueve por estas calles, excepto la herrumbre, el despojo, el hálito más iracundo del ser humano, la miseria. Todo sucede en otra ciudad. A veces me da risa cuando leo: hombre renunció a su trabajo de oficinista, tomó su cámara, tomó su lápiz y se fue a vivir a París, o a Nueva-York, y allí comenzó su verdadera vida artística. Eso es simplemente una convención del sensus communis, el acuerdo sobre la realidad del sentido común. En esta ciudad la vida transcurre en un tiempo particular, aislado, más lento o más rápido, lo cierto es que el sentido del tiempo es diferente. Una sensación de abandono, de aprisionamiento invaden las calles angostas y atestadas de gente vendiendo cortauñas y pinzas para sacar cejas. A veces deja de existir el vino, el cigarrillo, el ojo maravillado por la belleza de un instante cautivador en una galería de Arte o en un parque repleto de árboles verdes con amarillo y vetas anaranjadas fulminantes; se pierde la creatividad y persiste la supervivencia, porque se pierde la sublime capacidad de transformar las sensaciones en objetos de pensamiento, en arte.

Subió a la planta baja del edificio a fumarse un cigarrillo, era octubre, era mayo, llovía. 

Alguien sugirió entrar a una librería o más bien a la papelería donde vendían franelas, sombreritos echos a mano y regalaban planfletos. Alguien que se desdibujaba contra los cristales empañados sonrió ya en la librería, las cosas gratis aunque sean un estorbo, siempre son recibidas con una sonrisa, pensó la muchacha que sonreía a través del vidrio empañado.


La gente empezaba a subir al recital, la gente medio aturdida por el carajillo de las seis de la tarde entraba a la sala sonriendo, entraban a la sala oscura, separada del mundo por una cortina negra gruesa, hacía calor, a ratos hacía frío, todos se fueron sentando, algunos se quedaron rezagados detrás, pegados a la pared blanquísima del fondo, se abrieron las cortinas de un escenario pequeño y obliquo, apareció una mujer con el cabello corto y tatuaje en el hombro, nerviosa pero con una bella sonrisa, contó una pequeña anécdota, rompió algo más que un hielo frío que recorría su espalda, miró a la primera fila, la miró directamente a ella, todos aplaudieron en sordina y luego un leve silencio, que pasaba por encima del agua apenas rozándola, ella se paró, subió nuevamente las escaleras. Afuera en la calle, donde llovía sigilosamente nada sucedía. de vez en cuando alguien se paraba frente al cristal a mirar las lámparas, gorritos tejidos a mano, las tapas de los libros nuevos.

 Une y uno

LA CÁMARA SIN LENTE DEL FOTÓGRAFO: Versión reducida.
 

La cosa era más o menos así. M. leyó con voz apagada: “La última entrevista fue triste. Yo esperaba una decisión imposible: que me siguieras a una ciudad extraña…”. Terminó de leer, leer-se. La poesía surtía el efecto del espejo, mientras lees un poema se va formando una imagen más compleja de ti mismo, aunque digas árbol y lazos amarillos y tertulia con cerveza, un tú difuso va acelerando su construcción en ese aire enrarecido de la palabra.

Las cortinas se cerraron. Hubo un intervalo de 15 minutos para fumar y beber algo. 

Entre un cigarrillo, un café y el arte amatorio, los grupos se iban haciendo, entraba la noche por los corredores, el frío hería la piel, la última entrevista fue un poco triste, decía, pensé por primera vez en aquel sueño que también era tu sueño:

Anoche soñé contigo. Siempre creí que M., esa letra significaba justamente lo que me venía a la cabeza cuando la pronunciaba o la pensaba. Soñé que M. era la original M., o más bien soñé con el verdadero significado de M.. En el sueño tenía otra vez 19 años, cabello largo, ojos de párvula. Se repetía la escena en el baño del restaurant de profesores, me lavaba las manos con jabón de avena -caso típico de los baños de profesores de las universidades de America Latina-, se escuchaba entre el silencio del baño amplio, en la bocina a Julio Iglesias que cantaba "De niña a mujer", M. entró al baño, me dijo que me tenía un regalo y sacó de una bolsa grande un libro sin envolver, en la carátula se leía: Poemas de Amor y Desamor. Cristina Peri Rossi. Y me dijo que la dedicatoria del libro era un poema que se llamaba "FRACTURA DEL LENGUAJE DE LOS LINGUISTAS APLICADA A LA VIDA COTIDIANA", (acotó antes de entrar a la lectura que a veces se ponía a buscarme poesía escrita por mujeres) -la mayoría son superficiales o machistas, terminó de decir- leyó:
Le dije que me gustaba 
(y se envolvía el pelo con el mismo pelo formando una cola grande de pelo)
pero quedé insatisfecha, 
(y hablaba en voz baja, como no queriendo interrumpirse: a mí me pasa que a veces me gustas y al mismo tiempo no)
la verdad era que a veces no me gustaba nada 
pero no podía vivir sin ella.
Le dije que la quería,
pero también quiero a mi perro
(dijo: bueno lo del perro es mucho, te quiero más que a un perro).
Después le dije que la amaba 
(y mientras leía, algo entrelíneas iba palpando en mi inmadurez y mi terquedad)
pero mi incomodidad fue mayor aún:

no tenía un cúmulo de buenos sentimientos,

a veces mis sentimientos eran muy malos,

quería secuestrarla, matarla de amor,

reducirla a la esclavitud, dominarla.

A veces, sólo quería su placer.

La complicidad que reclamé

era imposible: ¿qué complicidad se puede establecer

con alguien cuya sonrisa nos lleva al paraíso

y cuya indiferencia nos conduce al infierno? (William Blake)

Decidí prescindir del lenguaje,

entonces me acusó de no querer comunicarme.

Desde hace unos años, sólo existe el silencio. 
(Casi terminando el poema entró una señora de cabello corto negrísimo, una profesora seguramente)

Encuentro, en él, una rara ecuanimidad:
la de los placeres solitarios.

M. me dio el libro y lo guardé -aún lo leo para dormir- y nos fuimos a terminar el almuerzo. Soñé la primera vez que vi a M., mi primera clase en la Universidad, su frescura, y su dureza convertida ya una parte importante de su estructura mental, se podría llamar a esa dureza praxis, un modo de ver todo muy fácil, de anticipar los dolores y las tragedias con una simple advertencia: No te enamores de mí. Toda esa personalidad que mezclaba perfectamente la habilidad para hacer parecer todo muy fácil y olvidar rápidamente, esa misma que a veces carecemos al enamorarnos, porque lo complicamos todo, esa estaba en su justa proporción en M..

Soñé la noche aquella -todo el sueño fue un intervalo de luces intermitentes que alumbraban escenas muy particulares de una realidad hace tiempo olvidada- en la que quedamos para comer pizza cerca de su casa. Ya se había divorciado y no tenía mucho que hacer aparte de escribir. Almorzamos cerca de la una de la tarde, nos tomamos una botella de vino tinto -una porque dos era una exceso para M., yo habría podido beberme tres botellas mientras el sol caía sobre nuestras cabezas-, luego fuimos a su casa, por su puesto yo quería más: más vino, más charla amorosa, más sensualidad, más risas, más todo aquellos que se iba gestando con la tarde-; su madre estaba en el apartamento, me tomé unas copas con ella, mientras charlamos de los albañiles mal pagados y de su buen ojo para escoger albañiles decentes. M. se deshizo de su madre, se fueron los albañiles y todos el silencio de las seis de la tarde caía adentro de la sala, el ruido apenas audible de las bocinas en las calles en hora pico, las voces que recorrían la autopista en eco y se devolvían hacia el bulevar atravesándome. Llegaron unos amigos, comimos, cantamos, hablamos, me lavé las manos cada vez que fui al baño, me embriagué, me quedé dormida en una habitación como de niño donde planchaban, M. me fue a buscar en la madrugada al cuartucho, me condujo por el pasillo hacia la habitación matrimonial, me acostó ceremonialmente, me dijo que sus amigos se habían ido hace poco. 

La besaba dulcemente con vino, la besaba con rabia, lengua contra labio inferior, aspiro su aliento de menta -se había cepillado-aspira mi aliento de licor y labios rojísimos, pétreos de deseo. 

 
Entro en un parque oscurísimo, con los ojos cerrados, me tienta a rasgar su piel de laguna, a romper un poco la ansiedad con mis labios que le sorben el cuerpo hasta dragarlo completo, hasta obtener el rincón más solo y aunque da miedo continúo la exploración, ya nada tiene sentido. Regresa la casa verde de la infancia, la obsesión con el caballo de plástico y los montes negros de la región fantasma de mis sueños. Expulsa, grita, a su modo llora, la casa está muy sola. 




Tenemos sed, tengo ganas de fumar, de despertar más tarde y continuar en la noche. Fumo, bebo, beso, me cepillo, orino con el dulce sabor en mi cuerpo de menta y pert plus. Su madre a la mañana siguiente le reclama, el hueco  en el edredón carísimo y le pregunta que si ha empezado a fumar. 


Alguien me llamó, llamó a Marie, la palpó por detrás y la abrazó, tiernamente se enrolló a su espalda y reconoció su voz, su forma de enrollarse a la madera. Después vino otra poeta y recitó, nadie escuchaba y vino otra más y aplaudieron. 


Entre copas de vino que iban y venían, y pequeños vasos de plástico con de ron o cocuy que pasaban de mano en mano fuimos a parar a un antro cerca del Centro Cultural, no dejaron entrar a unos poetas que venían del interior, les consiguieron dos petacas de ron pampero en los bolsos. Adentro pedimos unas cervezas y brindamos a la salud del gato que aullaba desde la ventana. Salíamos a fumar y a beber pequeños sorbos de ron. Los letreros de los locales cercanos se unían a la luna que empezaba a salir detrás de los nubarrones de una noche que apenas empezaba.  A veces pienso en la soledad de las mesas, de los ventiladores apagados, en los lápices sin punta dejados al lado de las papeleras sin papeles, en las luces apagadas de un dormitorio, en el lento pulular del polvo encima de lo olvidado.

Rosa y unos chicos entraron para cantar una trova viejísima y triste, alguien se quejó cerca de la barra por el ruido del gato en la ventana.

Marie dijo: bicho, y siguió hablando de política y de las poetas olvidadas, del gusto que le daba llevar pelo corto y no afeitarse las axilas. Miguel bostezó, y apuró su cerveza casi intacta, golpeteó la mesa, ya nadie estaba a salvo de su desgastado estado emocional, replicó a la imagen que se le vino de las axilas peludas de Marie y su tatuaje de dragón en el hombro: Hay que estar cansado, tanto como yo, para no asombrarse del discursito de siempre sobre las poetas olvidadas. Ven, vení que te lo quiero decir cerquita –y la acercó suavemente del brazo, como si fuera una niña, Marie hizo un gesto de rechazo pero terminó cediendo y se sentó muy cerca- las mujeres poetas no existen, existen los poetas, el gusto por la soledad, la muerte, el amor sin sentido, la rotura con las cosas de este mundo cuando consigues el verso, esa imagen completa que une todas las sensaciones a lo que dejaste al escribir. Deja ya el discurso del método para hacer catarsis de lado y a la publicidad, por favor, no la metas en esto, pidió una cerveza al mesonero que casi se dormía en la barra.

Solo Marie lo escuchó, lo miraba fijamente mientras sonreía porque sabía que así era él, un hombrecito histórico con sus cuentos de guerra, un facsímil con cuaderno amarillento dentro de su bolso de colegial, en el fondo, como en todo antro gris de una Caracas precaria se escuchaba a un Rubén Blades lleno de heroína entre los timbales propios de una salsa romántica en su máximo apogeo.

Marie fue a bailar, sola, entre las mesas. M. la veía, sobre la luna, la invitaba, con su palabra subrepticia, con su pierna en movimiento, cuando llevaba la cerveza a sus labios, que estaban rojos como el paraguas de los chinos que no quise comprar, rojos como el alambrado luminoso que decía “EL PULPO” y el color de los semáforos solitarios bajo la lluvia que tosía en las calles. 

Salieron del local y ya era de madrugada, llovía apenas sobre sus rostros. M. y Marie hablaban de la noche, de aquellos días en la universidad y de la muerte. Paul dijo: Llueve soberbia en tus ojos mutilados, y pasó su bastón a la mano izquierda para tomar a Marie del brazo. Le siguió Frani: Tu cuerpo de burbujas tiene la leyenda de mis dedos, y se tomó un trago de ron de la botella que seguía pasando como una beso de boca en boca. Marie dijo: Beber hasta alcanzar el paroxismo del sexo. M. replicó casi besándola: Tus labios presa de la angustia de la palabra y la sombra del adiós. 


Nota: Primera entrega de un intento de cuento.











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