Este poema impactó mi forma de comprender y aproximarme a la cotidianidad cuando estamos en Amor. El Amor nos salva de todo, de las salvajes guerras, del exterminio, de la violencia, porque estamos sumidos en el otro, fusionados con el otro, a través del cual únicamente miramos al mundo, escuchamos al mundo y vivimos en el mundo. Este acto de perderse de sí mismo, esta nueva y ambigua exploración es también reconocer todo lo demás de un modo sublime.
CRISTINA PERI ROSSI
El
once de septiembre del dos mil uno
mientras
las Torres Gemelas caían,
yo estaba
haciendo el amor.
El once
de septiembre del año dos mil uno
a las
tres de la tarde, hora de España,
un avión
se estrellaba en Nueva York,
y yo
gozaba haciendo el amor.
Los
agoreros hablaban del fin de una civilización
pero yo
hacía el amor.
Los
apocalípticos pronosticaban la guerra santa,
pero yo
fornicaba hasta morir
–si hay
que morir, que sea de exaltación–.
El once
de septiembre del año dos mil uno
un
segundo avión se precipitó sobre Nueva York
en el
momento justo en que yo caía sobre ti
como un
cuerpo lanzado desde el espacio
me
precipitaba sobre tus nalgas
nadaba
entre tus zumos
aterrizaba
en tus entrañas
y
vísceras cualesquiera.
Y
mientras otro avión volaba sobre Washington
con
propósitos siniestros
yo hacía
el amor en tierra
–cuatro
de la tarde, hora de España–
hurí que
la vida me ha concedido
sin
necesidad de matar a nadie.
Nos
amábamos tierna apasionadamente
en el
Edén de la cama
–territorio
sin banderas, sin fronteras,
sin
límites, geografía de sueños,
isla
robada a la cotidianidad, a los mapas
al
patriarcado y a los derechos hereditarios–
sin
escuchar la radio
ni el
televisor
sin oír a
los vecinos
escuchando
sólo nuestros ayes
pero
habíamos olvidado apagar el móvil
ese
apéndice ortopédico.
Cuando
sonó, alguien me dijo: Nueva York se cae
ha
comenzado la guerra santa
y yo,
babeante de tus zumos interiores
no le
hice el menor caso,
desconecté
el móvil
miles de
muertos, alcancé a oír,
pero yo
estaba bien viva,
muy viva
fornicando.
“¿Qué ha
sido?”, preguntaste,
los senos
colgando como ubres hinchadas.
“Creo que
Nueva York se hunde”, murmuré,
comiéndome
tu lóbulo derecho.
“Es una
pena”, contestaste
mientras
me chupabas succionabas
mis
labios inferiores.
Y no
encendimos el televisor
ni la
radio el resto del día,
de modo
que no tendremos nada que contar
a
nuestros descendientes
cuando
nos pregunten
qué
estábamos haciendo
el once
de septiembre del año dos mil uno,
cuando las Torres Gemelas se derrumbaron sobre Nueva York.
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