Cada día devoraba mis ojos. Sus manos quiméricas tornaban las sombras de la noche en espectros. Yo estaba plantada cerca de sus senos, a su espalda, me movía voraz alrededor, latiendo, asustada, sedienta de lo que brotaba de ella como una fuente. Fingía perseguirla, conocerla, huidiza, sus manos resbalaban en la pintura de mi cuerpo, ingrata, para huir otra vez y justo ahí donde la fusión no era posible, en ese punto absoluto, regresaba a mí en forma de pantera, arrullando mis espasmos. Entonces la noche se confundía con el día de sus pupilas, en un estallido sin nombre, colmado por el silencio de ser tragada enteramente. Sobre mis huesos, su cintura era una cadena cruda, invisible, terrosa, lodo de una tierra perdida, libre, elemental. Aquí era allá, extenuada, su palabra era mi fuente y obligada a vagar en la miel de su canto, cambiaba de forma, fui pez y consuelo, una araña suave tejiendo hilos incalculables que nos ataban al zumbido de las embestidas en un aire viciado de deseo. C...
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